martes, 4 de octubre de 2016

Bajo las sábanas - Historias de terror



Como muro defensivo su eficacia deja mucho que desear, es cierto, pero los horrores de la infancia no admiten tales objeciones. Las sábanas, cobijas, frazadas, son lo único que separa al niño de las criaturas imposibles que pueblan su habitación.

Los métodos de protección, sin embargo, pueden variar según la naturaleza de esas criaturas.

Por ejemplo, aquellos niños que temen a los vampiros prefieren resguardar sus cuellos; los que intuyen seres amorfos reptando por los rincones o monstruos debajo de la cama intentarán, en lo posible, cubrir cada extremidad y de ese modo evitar ser arrastrados del tobillo en medio de la noche.

Incluso los que tienen miedo a la oscuridad preferirían dormir con la luz apagada antes que pasar la noche completamente destapados.

En mi caso, el horror se manifestaba bajo la figura de tres rostros pálidos, diabólicos, que emergían de una mancha de humedad en la pared. También debo confesar que mis monstruos jamás intentaron atacarme; simplemente me observaban con los ojos desorbitados, llenos de estupor, inmóviles, y sonrientes.

La ubicación de la mancha de humedad, justo encima de la cabecera de la cama, presentaba ciertas dificultades a la hora de protegerme. Cubrirme el rostro con las sábanas no era aconsejable, habida cuenta de la proximidad con la pared; de modo que cuando sospechaba la inminencia de la aparición, normalmente precedida por el sonido de algo que rascaba para abrirse paso en la humedad, procedía a construir una especie de caverna en el extremo opuesto de la cama.

No siento ningún pudor al afirmar que llegué a ser muy bueno construyendo refugios antimonstruos; a veces con varios ambientes, túneles y dependencias donde por fin me entregaba a un sueño intranquilo.

Pero los tres rostros se mostraban imperturbables. Aún oculto en mi fortaleza, iluminando con mi linterna ese reino que creía inexpugnable, sabía que me observaban y esperaban.

El horror que me producían estas criaturas me impulsó a seguir mejorando día a día mis diseños. Aún en pleno verano, prácticamente sofocado, me aprovisionaba de varias frazadas para prolongar el diámetro de mi cueva. Mi hermano mayor, que no creía en estas cosas, quizás porque sus propios monstruos adoptaban formas aún más siniestras, solía amonestarme en voz alta y hasta romper la delicada armonía de mis defensas lanzándome una almohada o, en el peor de los casos, un objeto más contundente.

También debo decir que el espanto no impedía que me entregara a fantasías más bien heróicas, a veces de forma simultánea; por ejemplo, imaginando que era un gran científico explorando las profundidades de la tierra. No era infrecuente que también llevara un cuaderno donde registraba minuciosamente mis hallazgos.

Cierta noche, los rostros hicieron algo más que observar. Oí, trémulo de pavor, como sus uñas ennegrecidas rascaban la humedad de la pared desprendiendo pequeñas esquirlas de yeso sobre la almohada.

Se disponían a salir.

Susurré el nombre de mi hermano pero no logré despertarlo. Entonces tomé mi linterna y me interné en los túneles que tan bien conocía. El sonido agudo, casi chirriante, de ese rascar, me resultó insoportable, de modo que descendí más y más. Seguramente debí armar un alboroto considerable porque escuché que mi hermano me insultaba desde el otro extremo del cuarto. No me importó.

Desde afuera, la imagen debía resultar un tanto ridícula, cuando no directamente patética, porque mi hermano ahora se reía a carcajadas. Después de un rato, me pareció, empezó a ponerse nervioso, porque su voz cambió y en vez de insultarme empezó a llamarme a los gritos. Tampoco me importó.

Seguí arrastrándome como un gusano hasta que, después de un rato, dejé de oír ese rascar enloquecedor, también el llamado desesperado de mi hermano, y luego el de mis padres.

Recién me tomé un respiro cuando se agotaron las pilas de mi linterna. Sentí hambre y sed, por lo que comí y bebí cosas que prefiero no mencionar.

La ropa de dormir que llevaba se ha roto hace mucho tiempo pero eso no importa. No hace frío aquí abajo.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Uno se desorienta muy fácil en la oscuridad.


FUENTE: Extraído en su totalidad de elespejogotico.blogspot.com.ar

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