Innumerables grimorios y libros prohibidos de la Edad Media han elaborado teorías sobre los orígenes de Belcebú.
Al márgen de sus divergencias, podemos afirmar que Belcebú es uno de los demonios más antiguos de los que se tenga registro. Algunos lo sitúan alternativamente como divinidad de los semitas anteriores a la epopeya de Josué; quienes habrían inaugurado para él los cultos a cielo abierto 3000 años antes de los rituales silvícolas de los cátaros, y, desde luego de los aquelarres medievales.
Otros sostienen que Belcebú fue el dios de los acaronitas; filisteos del valle de Sorek, nada menos que los custodios del Arca de la Alianza.
Las relaciones políticas de Belcebú son tan amplias que sería absurdo intentar enumerarlas. Por ejemplo, patrocinó a los invasores dorios en aquellas tierras que luego se convertirían en Macedonia, en cuyo apogeo, aún durante la época de Alejandro Magno, habría sido venerado como protector.
Los asirios heredarían a Belcebú de los dorios, ya en posesión de todos sus atributos infernales.
Investigadores audaces incluso vinculan a Belcebú con distintos eslavos, balcánicos y hasta nórdicos.
Todas estas conjeturas coinciden en algo: Belcebú es uno de los demonios más antiguos de la historia sagrada, y, casi con seguridad, el más cosmopolita de sus camaradas.
Tal vez a causa de esa vasta cronología, los demonólogos medievales (Colin de Plancy, Weyer, entre otros) no vacilaron en otorgarle a Belcebú el número dos en la jerarquía del infierno, inmediatamente por debajo de Satán.
Algunos tratados demonológicos, por ejemplo, el Directorium Inquisitorum, De Daemonialitate et Incubis et Succubis y el Dictionnaire Infernal, especulan que Belcebú incluso reemplazó al propio Satán en el gobierno de los infiernos después de las Guerras Celestiales, sosteniendo de forma velada que, antes del conflicto, estaba en la cima de las jerarquías angélicas.
Pero contrariamente a la agenda de Satán, ocupado en comiciones escandalosas, Belcebú prefería estar lejos de su corte y ocuparse personalmente del devenir de sus acólitos, mucho más apasionante e imprevisible que la reiteración de estratagemas y proyectos de contraofensivas.
Le debemos al ocultista Palíngenes la primera descripción física de Belcebú, que influiría poderosamente en el arquetipo diabólico que ha llegado hasta nuestros días.
Palígenes describe a Belcebú como un ser de talla prodigiosa, rostro imperturbable pero iluminado por el brillo alucinante de sus ojos, abiertos sin descanso ni parpadeo alguno, cuernos amenazantes y afilados. Un verdadero paradigma de lo diabólico.
Para añadir un detalle circunstancial, el esoterista afirma que Belcebú permanece sentado en un trono de brasas al rojo vivo, al que devoran y recomponen las llamas de un fuego glacial.
Pero esta majestad contenida y vigilante no debe confundirnos. Belcebú nunca descansa, nunca duerme, pero su ira tampoco es fácil de encender. Lo único que desata invariablemente su cólera, afirman sus exégetas, es pasividad de los hombres a quienes patrocina secretamente.
Dos hombres, ambos geniales y atormentados, John Milton y William Blake añadirían a estas especulaciones el inestimable aporte de la poesía.
De la imagen de Belcebú, inmóvil y alerta, castigando la indolencia de sus seguidores, se desprende la frase:
"Quién desea y no obra engendra pestilencia".
Resulta curioso, que pese a la variedad de pueblos, lenguas y culturas que lo tuvieron como protagonista, la etimología del nombre Belcebú no ofrezca dudas. Significa literalmente: Señor de las moscas (Ba‘al, "señor", y Z'vûv, "moscas").
Balbuceado por (Aelfwine) Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico