martes, 3 de mayo de 2016

Signo de Voor - Historias de terror y Creepypastas



En mis no muchos años de abogado litigante he tenido diversas y muy variadas experiencias que habían enriquecido mis charlas vespertinas. Existe una que no comparto con regularidad, pero creo que es tiempo de dejar testimonio. Será el temor a que la gente me tilde de loco, o el ahorrarme dar explicaciones a eventos que carecen de lógica, o simplemente que a nadie le gusta escucharla. Sin embargo, esta vez puede costarme la vida.

Sucedió en esta pequeña y humilde ciudad. Un hecho violento que marcó a sus habitantes. Aquí, en donde todos nos conocemos, en donde todo se sabe. Por muchos años se intentó mantener la historia en el silencio; siempre que alguien comenzaba preguntando por ella, o en un intento de rememorarla, los oyentes incómodos la interrumpían con carraspeos o silencios prolongados sin réplica al narrador.

Hace algunos años, y ya con un camino poco recorrido en los oficios de mi profesión, llegó a mí un caso que ameritaba estudio y apertura mental. Trabajaba como abogado cedido por el Estado y la situación que tenía entre mis manos no era sencilla: el culpable de un asesinato triple.

Un hombre que cargaba en sus hombros el peso de querer ser linchado por la mayoría del pueblo. Un hombre que no tenía pinta de asesino, más bien de la de un ladrón alcohólico de muy poca monta.

Entraba en la sala de interrogatorios listo para iniciar con la versión de los hechos de mi defendido; tarea nada sencilla. Hacer hablar a este tipo fue más complicado de lo que esperé.

Después de horas en silencio, golpes sobre la mesa para hacerlo reaccionar y sacudidas de camisa para sacarlo de su letargo, fue que mi defendido (de nombre Carlo) habló:

—Usted luce como una persona de razón licenciado, por lo que debe comprender mis motivos para reservarme los hechos. Sé lo que está en juego, y tanto la sociedad como la prensa están al pendiente de lo que yo pueda declarar. Apostaría lo que sea a que hasta usted desea verme hundido en una celda, y no lo culpo.

Lo diré una sola vez, no pienso repetir los hechos. Me da lo mismo pudrirme bajo la sombra, señor. Pues lo he visto todo. Vi el rostro del mal, vi al mismo Diablo. ¿Me comprende?

Pues bien, ¿quiere saber los hechos? Son así, preste atención, ya que una vez que se los haga saber, mi lengua no volverá a pronunciar palabra al respecto:

Mi compañero y yo caminábamos sin rumbo. Habíamos estado en la taberna Timmy’s. Mi socio solía sacar lo peor de sí ya estando tomado, se armaba de mucho valor y arrojo para realizar los trabajos que desempeñábamos.

Caminando sobre la calle principal del Este, dimos con una casa enorme de estilo gótico, como sacada de una película de vampiros. Su majestuosidad llamó nuestra atención; la casa lucía como la de todos los ricos, pero en esta había algo, lo sentí. Mi colega tenía en la mirada esa expresión de estar planeando algo. El «¿cómo entrar a la casa?».

Estaba seguro de que él ya había advertido ese lugar y que no llegamos ahí por pura suerte. Sé que me condujo hasta ese sitio. Al parecer la casa apenas había sido habitada y remodelada, aún no contaba con una cerca que nos impidiera el paso hasta la entrada principal.

Pese a nuestra embriaguez, la adrenalina de irrumpir en un hogar hizo que nuestros niveles de alcohol descendieran. Rodeamos la casa y chequeamos si había una puerta de acceso en el patio trasero. Qué grande fue nuestro asombro al advertir que estaba abierta de par en par. No supimos si fue suerte o un estúpido descuido del propietario.

Pensábamos que esa sería nuestra gran noche, pero desde el momento en que crucé la puerta, un sentimiento de desesperanza me invadió. Creí que no había nadie en la casa, pero ciertos eventos nos hicieron dudar.

Entramos por la cocina, una muy amplia pero completamente descuidada, se podía oler la cena de hace tres días acumulada en los platos sucios del lavabo. Fue casi un alivio salir de ahí e ingresar a la sala. Un espacio extenso que se compartía con el comedor. Era muy lujosa y a la vez lúgubre, su suelo y mueblería eran a base de cedro oscuro, el papel tapiz de las paredes era beis con rayas color café claro. Las sombras se escondían con facilidad en cualquier rincón de la casa. ¿Sabe a lo que me refiero? La decoración del lugar me hacía sentir incómodo y a la vez atraído, los cuadros que adornaban la sala parecían desplazarse a través del lienzo, los ojos de las fotos tenían un peso sofocante sobre nuestros movimientos. Me sentía abrumado. Realmente abrumado, señor.

Sin embargo, nunca pasó por mi mente irme de la casa sin que hubiéramos completado nuestra tarea. Me sentí ridículo por un momento, tener miedo a la oscuridad y a las figuras que se forman en la noche ya que es cosa de niños. Así que no reparé en mis nervios y presté atención a las indicaciones de mi socio.

Empezamos buscando dentro de gavetas y cajones, las abríamos con sumo cuidado. Con una pequeña lámpara de mano (que siempre cargo debido a mi profesión de asalta casas) alumbraba y revolvía extraños amuletos y panfletos de letras desvanecidas, nada de valor aparente. Apenas hacíamos ruido, ni siquiera notaba que estaba acompañado por mi colega. Ya no sentía el etilo en mis venas, estábamos extasiados y nerviosos; el ambiente tétrico de la casa nos apuraba en nuestras acciones.

Quitamos todos los cuadros grotescos y obscenos buscando un caja fuerte incrustada en los muros de la sala; esfuerzos banales, nada de valor, señor. No teníamos pensado subir al nivel superior de la casa, no soy un asesino. Si ustedes me confiscaron una .38 Smith & Wesson Special es para defenderme si las cosas salen mal, nunca había tenido la necesidad de usarla. Esta noche lo hice, pero no fue contra del matrimonio. Fue en contra de lo que los asesinó a ellos y a mi compañero.

Un grito de horror bajó desde las escaleras, fue un alarido de muerte. El escuchar el sonido rompiendo el silencio hizo que se me helaran los huesos. De pronto estaba viendo el rostro de asombro de mi camarada. Cuando su mirada hizo contacto con la mía, entendí que debíamos salir de ahí. Corrimos a lo largo de la sala, entramos a la cocina y al intentar abrir la puerta trasera que nos dio acceso en un principio, nos encontramos con que esta estaba cerrada desde afuera, no podíamos ni siquiera girar el pomo. Fue en ese instante que advertimos que la cocina no tenía ventanas, no había salida posible desde ahí. Volvimos a la sala para buscar la entrada principal y salir.

La sala ahora lucía más oscura que cuando entramos, estoy seguro de que en cada rincón había sombras con ojos que nos veían. También descubrí que a diferencia de cualquier hogar de buenas costumbres, en este no había ninguna figura religiosa en los muros, ni un crucifijo que colgase. Solo marcas, sí, marcas del signo de Voor. Un ritual poderoso, señor, que mejor valdría no comentar.

Estábamos paralizados del miedo, escuchábamos lamentos y susurros. En ese instante desenfundé mi arma, mis manos temblaban. Nuestra atención se centró en las escaleras que subían a la primera planta. Algo bajaba por ahí, un sonido hueco golpeaba la madera de los escalones, pisaba con cuidado, como tratando de no caer. Yo ya apuntaba con vibrante pulso a las sombras que se formaban en las escaleras, esperando que se develara lo que nos atormentaba.

Olía a excrementos en ese momento, licenciado, el ambiente se impregnó con un aroma a cloaca. Le repito que no corrimos por el pavor, estábamos paralizados.

No sé cómo sucedió, fue tan rápido. Mis ojos no dieron crédito a lo que presenciaron. Una figura no esperada hacía su aparición, bajaba los escalones tambaleándose. Licenciado, lo que yo vi era un cerdo parado en sus patas traseras. Era una figura humanoide, en sus patas delanteras (que fungían y tenían la forma de manos humanas) cargaba un hacha que chorreaba sangre. Seguramente mi mandíbula se desplomó al ver a ese demonio bajar.

Yo no sé si en ese lugar adoraban a Satanás o a alguna deidad pagana, pero era evidente que en esa casa usted no conseguiría una plática bíblica del Génesis. Le juro por mi madre que no estoy inventando nada de lo que estoy diciendo, no estoy buscando tampoco fingir locura y evitar la prisión. Debe haber un Cielo, en verdad lo creo ahora, señor, soy creyente. Creo en Dios, si vi al Diablo, entonces hay certeza de que Dios existe y no hay prueba más grande de eso de que el que yo esté vivo. Él debió salvarme. Solo recuerdo que la criatura se acercó a mi socio que estaba ya de rodillas ante él, este le dejó caer el peso del hacha sobre su frente, la hoja del arma partió su cabeza en dos. No gritó, solo un pequeño chillido.

Después de eso, simplemente me desvanecí. Cuando desperté estaba en la ambulancia. Desorientado—

Miraba con incredulidad a Carlo, quien lucía sombrío bajo la luz opaca de la lámpara de techo. Aplastaba mi última colilla de cigarro contra el cenicero a la vez que me levantaba de mi asiento.

—Necesito aclarar mi mente y estirar las piernas. Simplemente, lo que me cuenta no es fácil de digerir, necesito algo tangible. Pruebas.

Salí de la habitación arrastrando mis pasos, estaba cansado y una jaqueca me empezaba a pellizcar en las sienes. Caminaba por los pasillos oscuros y grises del reclusorio estatal, buscaba una ventana para respirar aire fresco. Una pequeña rendija al final del pasillo dejaba entrar la luz de la luna, sentía el frío aire de la madrugada colarse por esa ventana.

Cuando por fin alcancé la abertura, me coloqué de manera que mi cabeza pudiera salir por ese tragaluz. La sensación de frescura aliviaba un poco el martilleo en mis sienes.

Observaba las calles vacías, a esas horas la ciudad dormía. Me quedé pensando en las palabras de Carlo: «…marcas del signo de Voor. Un ritual poderoso, señor, que mejor valdría no comentar». ¿Por qué él sobrevivió? ¿Por qué está tan tranquilo?

Devolvía mis pasos a la sala de interrogatorios. En el camino me topé con el médico forense, un viejo obeso y mal rasurado. Se le veía un poco nervioso; su rostro sudoroso me asqueaba, sin embargo, tenía que soportarlo como tantas veces. Su aliento olía a cebolla. Se dirigía a mí con pasos atrabancados.

—¿Ha visto al italiano? —Me quedé pensando en la pregunta del médico—. Carlo, el italiano. —No había advertido de su origen inmigrante.

—Estaba conmigo, doctor. En la sala de interrogatorios. Estuve tomándole confesión de los hechos. ¿Qué pasa?

—¿Me está jugando una broma? Él ha estado conmigo en los exámenes de rigor y pruebas toxicológicas. Pero lo más estúpido de su mentira es la segunda parte.

—¿De qué habla doctor? ¿La confesión de hechos? Podrá ser un asesino, pero igual merece serle respetada su declaración.

—Abogado, eso es prácticamente imposible. Primero porque el presunto estuvo conmigo toda la noche desde que llegó, y segundo, porque el malparido no tiene lengua.

Sentí cómo la sangre se agolpaba en mi cabeza. Un frío recorría la superficie de mi piel. El grasoso médico percató mi cambio de color de piel. Le pedí enseguida que me acompañara al cuarto en donde estaba el detenido.

Al abrir la puerta me encontré con un cuarto vacío. El doctor y yo entramos temerosos, nos dirigimos hacia donde estaba el asiento del italiano; encima de la misma estaba el uniforme color naranja de la penitenciaria, y sobre ella, una cabeza de cerdo.

Jamás volvimos a saber nada de Carlo, el expediente se cerró. Simplemente el tipo se perdió del mapa. El médico y yo no volvimos a platicar acerca del tema. Él murió tres años después. Lo más aterrador del hecho no fue su muerte, si no que su cuerpo fue exhumado ante un litigio en el que se sospechaba un asesinato premeditado. Cuando el féretro del doctor salió, los trabajadores del panteón refirieron un olor a cañería. El horror de los médicos forenses y servidores públicos fue mayúsculo al destaparse el ataúd. El cuerpo del doctor estaba en estado de descomposición, naturalmente, pero su cabeza había sido removida, siendo colocada una de cerdo en su lugar. Los dedos medio y anular habían sido desprendidos de sus manos. Solo quedaron aquellos que formaban el signo de Voor.

Escribo esto porque siento que mi hora llega. Pesadillas de muerte me impiden descansar, sonidos del averno me levantan de mi cama. Escucho todas las madrugadas las pisadas de unas pesuñas sobre el piso de madera de mi casa. El Diablo nunca se aburre cuando se trata de tormentos. Yo solo les pido que recen por mí y mi alma condenada a ser llevada por el cerdo de aspecto grotesco. Por la maldición del signo de Voor.

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