martes, 11 de agosto de 2015

Te Dije Que No los Invitaras - Historias de terror



1

La mujer le había advertido, se había cansado de advertirle: por favor no invites a los Levin. Pero Medina se negó, aduciendo que Facundo Levin era un viejo compañero de trabajo, al que no podía dejar de invitar para la fiesta de su cumpleaños. “Se llevan muy mal, se la pasan discutiendo; la otra vez, Cintia Cardozo dijo que estaban a punto de divorciarse”, insistió la mujer. A lo que el hombre replicó, ya malhumorado: “¿Y quién carajo es Cintia Cardozo?”. La mujer, replegándose ofendida, se encogió de hombros y dijo: “Haz lo que quieras. Total, es tu fiesta. Pero después no digas que no te avisé: nos harán pasar un mal rato”.

Y el vaticinio de la mujer, al menos durante las primeras horas de la reunión, no pareció cumplirse. Los Levin se comportaron como un matrimonio normal y corriente, cierto que sin excesivas muestras de cariño, pensaba Medina mirando de soslayo a su mujer, ¿qué matrimonio de más de diez años se demuestra el cariño en público, ya no digamos en el ambiente íntimo?

De hecho, el matrimonio Levin fue el que estuvo más achispado durante la cena, contando chistes e intercambiando anécdotas con los demás invitados, que parecían encantados con su presencia. Y a eso de las once de la noche, luego del brindis de honor por el cumpleañero, los Levin entrechocaron sus copas y se dieron un beso cargado de ternura y complicidad. Medina, que observaba disimuladamente la escena, escudado detrás de unas botellas de vino espumoso, tocó por debajo de la mesa la pierna de su mujer y le arqueó las cejas, sonriente: “¿Viste que te dije?”.

Ambos estuvieron de acuerdo, tiempo después, en que la fiesta debió haber concluido allí. Hasta ese momento había sido perfecta. Ni siquiera Pablo Vivas, otro compañero de trabajo del cumpleañero, que solía propasarse con la bebida durante los agasajos, llevó a cabo su acostumbrado y patético show, al cual la mujer de Medina, no sin cierta amargura, denominaba: “El baile triste del mono borracho”. Pero entonces los invitados decidieron realizar un nuevo brindis, esta vez en el living, y los sillones y los puff fueron ocupados por siete adultos ligeramente bebidos, que parecieron sentirse muy a gusto allí. Se sirvieron los postres; el más festejado fue el de la señora Levin, que había traído un mouse de chocolate del cual sólo quedaron migajas. Pablo Vivas se tendió cuan largo era en el sillón de tres cuerpos y pareció cerrar los ojos, mientras que los demás charlaban animadamente entre sí. Y entonces fue que sucedió. Ni Medina ni su mujer se pusieron de acuerdo, tiempo más tarde, en cuál fue el factor desencadenante, aunque la mujer creyó ver que la copa del señor Levin se volcaba, en forma accidental, sobre el deslumbrante vestido de su señora. Para sorpresa de todos, la reacción de la mujer fue instantánea, furiosa, explosiva. Comenzó a insultar a su marido, a decirle que era un torpe, un inútil, un cobarde. Los demás se quedaron de piedra. Incluso Pablo Vivas abrió un poco sus ojos enrojecidos y quedó a la expectativa de lo que sucedería a continuación. El señor Levin estaba pálido y miraba al cumpleañero con una incómoda sonrisa de disculpa, mientras aguantaba el interminable e incomprensible vendaval de insultos de su mujer. Medina trató de intervenir, de apaciguar los ánimos de la señora Levin, pero su compañero de trabajo se lo impidió, poniéndole un brazo sobre el pecho. “Borracho, maricón, te engañé muchas veces con el carnicero y nunca te diste cuenta”, seguía gritando la mujer, totalmente fuera de sí. La cosa parecía haber tocado fondo y daba la impresión de que no tendría suficiente espacio para empeorar. Pero entonces sucedió lo increíble, lo que hizo que todos en el living soltaran un suspiro de espanto: la mujer de Levin se subió la falda de su vestido y se agachó sobre la alfombra, luego su cara se puso roja y deformada, comenzó a emitir horribles gemidos de dolor o de angustia, y al cabo de un rato, un charco de orina manchó el tapiz de poliéster del living. La mujer volvió a bajarse el vestido y luego, para repulsión de los presentes, se mojó la mano con su propia pis y la pasó sobre la cara de su marido. Luego, simplemente, pareció desvanecerse sobre la alfombra, a escasos centímetros de los desechos naturales que acababa de expulsar.

Le siguió a esto un silencio de muerte, que nadie se atrevió a interrumpir. El rostro de Levin chorreaba de aquel liquido desagradable. Estaba empapado en ellos desde la coronilla de la cabeza hasta la barbita encanecida que en forma de triángulo crecía debajo de su labio inferior. En eso, la señora Levin había sido muy efectiva. El pobre hombre sacó un pañuelo de tela de su bolsillo y, con gestos admirablemente calmos, comenzó a limpiarse el rostro.

—Pido perdón a todos los presentes por la desagradable escena de la que fueron testigos— dijo al cabo de un rato, mientras se limpiaba las gafas llenas de orina con el faldón de su camisa. Vio que varios de los invitados, venciendo la parálisis general, se acercaban a la señora Levin y trataban de reanimarla, entonces alzó una mano y dijo:

— Por favor, no se acerquen. Mi mujer ya se recuperará. No es la primera vez que sucede.

—Pero, Facundo, debemos llamar a un médico…— intervino, casi al borde también del desmayo, un temblequeante Medina—. Tu mujer… estoy seguro que necesita ayuda…

—Y estás en lo cierto, mi querido compañero, sólo que no del tipo que tú crees. De hecho, actualmente está bajo un riguroso tratamiento, del cual gracias a Dios está saliendo poco a poco, aunque, como verán, de vez en cuando tiene algunas recaídas.

—¿Recaídas?— repitió la señora Medina, quien miraba, alternadamente, entre la mujer desmayada y el charco de pis que manchaban su alfombra—. ¿Qué clase de enfermedad tiene, por Dios?

—No es una enfermedad. Al menos, no una enfermedad física. Sino más bien… espiritual.

—¿Está… loca?

El señor Levin negó con la cabeza. Había terminado de limpiarse los anteojos y se los había vuelto a colocar, en un gesto que daba a indicar que estaba acostumbrado a ese tipo de cosas.

—Está poseída. Por un demonio— dijo.

El silencio que cayó en la sala pareció llenar el aire de la noche. Miraron con cautela al señor Levin, y luego a su señora, quien había comenzado a murmurar en sueños. Y luego de nuevo al señor Levin, quien sin más preámbulos contó lo siguiente:

—La primera vez que sucedió, estábamos cenando en el porche. Fue el verano pasado. Estábamos hablando de tonterías, de los chicos que crecían muy rápido, de los hechos de ese día, cuando de repente mi mujer torció la cabeza y dijo: “Siento mucho frío, Facundo. ¿Por favor, podrías cerrar la puerta?”. Eso me asustó bastante, porque estábamos en el porche y por lo tanto allí no hay ninguna puerta. Digo que me asustó porque mi mujer tiene familiares con antecedentes de Alzheimer, y lo primero que pensé fue que esa temible enfermedad se estaba manifestando, por primera vez, en el cerebro de mi mujer. Le puse mi chaleco sobre la espalda y le dije que era mejor que entrásemos, porque efectivamente, había refrescado bastante pese a que todavía estábamos en verano. Mi mujer asintió y yo la acompañé hasta la cama, donde pareció caer en un sueño profundo de inmediato. Yo me quedé un rato en el comedor, viendo la tele, aunque por supuesto, sólo pensaba en lo que acababa de suceder y si me preguntasen qué fue lo que transmitieron en la vieja caja boba, no sabría qué responder. A eso de las once comencé a sentir sueño, apagué las luces y me fui a la cama. Creo que me dormí unos minutos, porque al cabo de un tiempo me desperté desorientado y con un frío intenso. Supongo que, en sueños, había abrazado a mi mujer, porque era esa posición en la que me encontraba cuando abrí los ojos. Había oscuridad, apenas un resplandor amarillento entraba por la ventana cerrada, pero eso no impidió que me diera cuenta del frío que provenía desde el mismo cuerpo de mi mujer.

Tanteé su cabeza para verificar su temperatura, como se hace cuando uno tiene fiebre. De repente tenía la horrible certeza de que mi mujer había muerto mientras dormía, y yo estaba abrazando un cadáver. Pero, en vez de palpar la tersa piel de su frente, que yo conocía tan bien, me encontré acariciando una extraña superficie arrugada, como repleta de escamas, que estaba tan fría como la noche misma. Bajé la mano en dirección a su rostro, y la superficie seguía ahí, aunque había algunas protuberancias inexplicables en el lugar de su nariz. Creo que di un grito y me volteé para encender la lámpara del velador, aunque en un principio no la encontré. Debía estar allí, pero sólo podía palpar las sábanas de la cama, que parecían extenderse por varios metros a mi derecha. Por supuesto que era imposible: si bien nuestra cama tiene el tamaño del kingsize, no es tan ancha como para que no pueda llegar al velador extendiendo un poco el brazo. Sin embargo, sólo seguía tocando las sábanas, y créanme que aquellos segundos fueron los más largos de mi vida, buscando frenéticamente la perilla de la luz en la oscuridad, con mi mujer a mi lado que aparentemente se había convertido, a juzgar por lo que había percibido con el tacto, en un horroroso lagarto. Pero luego, luego de varios y desesperados intentos, lo conseguí. Conseguí encender la luz. Y me di vuelta para ver a mi mujer, preparándome para lo peor, pero sólo vi su rostro de siempre dormido en un profundo sueño.

“Supongo que debí convencerme de que todo había sido una pesadilla, uno de esos sueños lúcidos que la gente de vez en cuando tiene durante la noche, y que en cierta medida explican los mitos del súcubo y cosas así. Porque lo cierto fue que al día siguiente casi lo había olvidado. Seguí con mi vida de siempre y mi mujer no volvió a tener otro de esos extraños episodios en su memoria, al menos al principio. Pero, al cabo de un mes, la cosa volvió a repetirse. Fue algo similar, sólo que esta vez estábamos desayunando con nuestros hijos. Y de repente mi mujer comenzó a convulsionar y dijo cosas terribles, tan o más terribles como las que ustedes acaban de escuchar. La llevamos a la clínica y le diagnosticaron un leve ataque psicótico, aunque yo para ese entonces había comenzado a sospechar que el asunto era más grave de lo que podía suponerse a simple vista.

“No aburriré o espantaré a mis oyentes sobre los pavorosos sucesos que vivimos durante las siguientes semanas, y que desembocaron en un exorcismo por parte de la Iglesia Católica, que llevamos a cabo en una capilla en las afueras de la ciudad. Pero baste decir que, antes de que el Mal afectara el cuerpo y la mente de mi mujer, yo era un tipo de creencias agnósticas, que dudaba de la existencia de un Dios aunque tenía la esperanza de hallarlo cara a cara alguna vez. En lugar de eso, me encontré con el Diablo, aunque en definitiva terminó causando el mismo efecto, porque ahora creo profundamente en las fuerzas extraterrenales, voy todos los domingos a misa y nunca salgo sin mi cruz colgada al cuello, regalo de uno de los sacerdotes que atendieron a mi mujer”.

El señor Levin abrió los botones de la parte superior de su camisa y mostró, a los demudados presentes, la cruz de madera que colgaba de su cuello. Luego señaló a su mujer, que daba indicios de despertarse, y agregó:

—De vez en cuando tiene estas recaídas, estos… digamos, retrocesos en su posesión, pero los curas me advirtieron que sucedería algo así.

Cuando un enviado del mal se posesiona en un cuerpo, hace lo posible por permanecer en él, e incluso regresa varias veces luego de la expulsión, porque ya no tiene más fuerzas para conquistar un alma nueva. Reitero mis disculpas, y sepan ustedes comprender la situación en la cual me encuentro. Apenas mi mujer se termine de recuperar, nos iremos de aquí y los dejaremos en paz. Lo único que pido es una cosa: actúen con normalidad, no la miren de forma rara, porque ella generalmente no recuerda nada de estos episodios, y es mejor que la cosa siga así.

Fue, por supuesto, una petición muy difícil de cumplir. En cuanto la mujer de Levin terminó de despertar, mostrando sus ojos perdidos e inyectados en sangre, ninguno de los demás presentes pudo dejar de expresar una mueca de temor o incomodidad, al tiempo que retrocedían uno o dos pasos.

—Querida, ¿estás bien?— le dijo su marido, arrodillándose frente a ella—. ¿Estás…

Y entonces la mujer de Levin comenzó a reír. Fue una risa amarga, malévola, que pareció surgir desde las mismas entrañas de la mujer.

Medina lanzó una exclamación ahogada y comenzó a santiguarse. Su mujer parecía tan pálida como las cortinas que decoraban los vitrales a sus espaldas. El señor Levin extendió una mano hacia su señora, y ésta, imposiblemente rápida, giró la cabeza y le lanzó una dentellada como si fuese un perro. El señor Levin se echó hacia atrás y tropezó con la mesita ratona ubicada en el centro del living. Sus ojos se abrieron con desmesura, como si comenzara a comprender. Sin embargo, tal vez aferrándose a una última y esperanzadora posibilidad, insistió con la pregunta:

—¿Qué tienes, querida? ¿Estás bien? ¿Por qué ríes así?

La mujer extendió un dedo hacia la bandeja de los postres, ubicada sobre la mesita ratona. Y sin dejar de lanzar esas siniestras y roncas risitas, murmuró:

— Preparé el pastel esta misma tarde, y agregué el ingrediente especial después de visitar el inodoro. Acaban de comer una dosis de mi propia mierda, estúpidos. Y ninguno de ustedes se dio cuenta. Se lo comieron todo. Se lo comieron hasta las últimas migaaajaaasss…

Luego, comenzó a convulsionar y a retorcerse como una serpiente, mientras los demás contenían las náuseas y las ganas de gritar. La señora Medina se desmayó. Pablo Vivas echó lo que había comido en las últimas horas sobre la ya vapuleada alfombra. El señor Levin se desesperó:

—¡No crean lo que dice! ¡Es todo mentira, obra del demonio! ¡Ella nunca dice la verdad!— cuando vio que nadie le prestaba atención sacó su celular y buscó un número en la agenda de contactos. Se lo llevó a la oreja, mientras su mujer comenzaba a emitir extraños gemidos ahogados, como si una mano invisible apretara su cuello—. ¿Padre? Perdone la hora, Padre, pero tengo una emergencia. Mi mujer… ella está muy mal. No logra volver en sí. ¿Podría atenderla de inmediato? Estoy en la casa de un amigo. La dirección es… —miró a Medina, inquisitivo, quien sin dejar de observar espantado a la señora Levin se la dijo—. Urquiza 343. Sí. Estaré esperándolo. Un millón de gracias, Padre…

2

La reunión terminó horas después que se fueran los Levin. Un sacerdote, acompañado por dos monjas jóvenes que parecían al borde del pánico, sujetó a la mujer de Levin con un brazo firme y se la llevó a la camioneta en la cual había llegado. Un envejecido Levin les seguía, con la mirada vidriosa y perdida. A último momento, antes de trasponer el umbral, giró la cabeza hacia Medina y murmuró:

—Perdón por todo esto. Lo siento. Yo…

Entonces el sacerdote lo llamó, y Levin se perdió en la negrura de la noche.

Los restantes invitados se quedaron charlando de lo que había ocurrido, y de vez en cuando, por algún motivo, miraban hacia las ventanas que daban al exterior, donde una cerrada oscuridad parecía acecharlos. Entre todos habían retirado la alfombra del living, que ahora descansaba, enrollada como un canapé, sobre el césped del jardín trasero. Algunos de los presentes se manifestaron escépticos de lo que habían visto, sobre todo del relato de Levin, pero tanto el cumpleañero como la mujer creían que el episodio podía afectar sus vidas de una manera dramática.

—A veces el diablo se queda en una casa y ya no quiere salir— decía la mujer, frotándose continuamente la piel de gallina que se le formaba en sus brazos—. Yo sólo espero que…

—Mañana llamaremos a un sacerdote. Para que bendiga la casa. Jesús, espero que no pase nada malo. Yo voy a misa siempre que puedo, y tengo un crucifijo colgado sobre la cama, pero…

—¿Y lo de la mierda en la torta? ¿Será cierto lo que dijo la mujer?

Los demás desviaron la mirada, incómodos y asqueados. Era evidente que no querían volver a escuchar del tema nunca más.

—¿Y lo del carnicero?— insistió la señora Medina—. ¿De verdad lo habrá engañado con el carnicero?

—Levin lo dijo bien claro— intercedió Medina, de repente furioso—. Es obra del diablo, que siempre dice mentiras para corrompernos. ¿Acaso nunca has leído la Biblia? ¿Acaso no sabes que…

—Te dije que no invitaras a los Levin. Te lo dije.

—Nunca pensé que podría ocurrir algo así. Y Levin… mi pobre compañero Levin…

—Te lo dije, pero no me hiciste caso. Te advertí que iban a arruinar la fiesta. Y mi alfombra…

Siguieron discutiendo durante un momento más, mientras los restantes invitados se marchaban de la casa en silencio.

—Te dije que no los invitaras— fue una de las últimas palabras que dijo la mujer, ya en la cama, momentos antes de dormirse—. Y ahora yo tengo un miedo horrible. No podré dormir. Si llego a escuchar algo…

Sin embargo, tanto la mujer como el marido se durmieron enseguida, rendidos ante la influencia del alcohol y el miedo ya apaciguado. Y no volvieron a saber de los Levin hasta que, cuatro días después, Medina recibió el llamado de Pablito Vivas, quien con voz ansiosa dijo: “¿Se enteraron de lo que pasó?”. Medina dijo que no, que no sabía, al tiempo que su mirada se dirigía, automáticamente, a uno de los quince crucifijos que su mujer había comprado en los últimos días, y que había colgado en diferentes lugares de la casa.

Y entonces Pablito, quien arrastraba las sílabas como si estuviera, cómo no, pasado con la bebida, contó que esa mañana, a eso de las diez, Facundo Levin había ingresado con un machete a la carnicería “El Bagual”, gritando como un loco y empujando a los clientes que hacían la fila, hasta llegar al mostrador donde atendía el dueño, un joven apuesto y de mirada chispeante.

Y entonces, de un solo y certero golpe —y sin que mediara palabra de por medio— había cortado la cabeza del carnicero.

FIN

Autor: Mauro Croche (http://www.666cuentosdeterror.com/)

Modificaciones: Esteban Castillo (Administrador de Oscuridad Oculta)

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