jueves, 29 de septiembre de 2016

"Una oscuridad sin igual" por Mauro Croche - Historias de terror



Tenía diez años recién cumplidos, y estaba cansado de la tiranía de su madre.

Que no hagas esto, que no hagas lo otro, que ordenes tu cuarto, que no te acuestes tarde jugando con la Play porque mañana tenés que ir a la escuela. Todo un sistema de reglas, leyes y contratos unilaterales con el sólo fin de ensuciarle la existencia. Porque él quería ser libre, jugar con sus amigos hasta la hora que le diera la gana, almorzar a las cinco de la tarde y cenar (por ejemplo) a las tres de la madrugada. Su madre quería que él fuese un paradigma ejemplar para la sociedad, cosa que le resultaba injusto, porque ella no era ejemplo para nadie.

Lo que más le molestaba de ella, de todas las cosas que tenía para elegir, eran los “candidatos”: los tipos con los cuales salía. Cada dos o tres semanas se aparecía con uno nuevo. Llegaban a su casa como si fueran reyes y se sentaban sobre el sofá y usaban las camisas con olor a naftalina de su padre, mientras miraban el fútbol o alguna película de acción en el cable. Le revolvían el pelo y se la daban de compinches, pero él sabía que ellos no se interesaban por él, en realidad sólo querían aparentar ser buenos tipos para acostarse con su madre. Él sólo tenía diez años, pero ya sabía muchas cosas. Y esos “candidatos” parecían empeorar con el paso del tiempo. Uno de los últimos le había ofrecido, durante cierta tarde, un porro para fumar. Él había negado con la cabeza, horrorizado. “Sólo tengo diez años”, había argumentado. A lo que el “candidato” había respondido, encogiéndose de hombros: “¿Y qué? Yo comencé a fumar a los nueve”.

Pensó que no podría seguir mucho tiempo así. Tarde o temprano uno de esos “candidatos” entraría a la casa, les robaría y quién sabe qué cosas más. Su madre ya no quería entrar en razones. A veces volvía borracha y le pegaba. Se ponía más y más estricta con el paso de los meses. Como si quisiera redimirse a través del espejo que representaba su hijo.

Pensó entonces en matarla.

No sería tan difícil.

Después de todo, la vida de su madre estaba sujeta a todo tipo de excesos y peligros. Fumaba dos atados por día. Bebía. Volvía a altas horas de la noche. Se acostaba con el primero que se le cruzara por su andar. Podía ocurrirle cualquier cosa: desde encontrarse con un asesino que la llevaría a la cama primero y le hundiría un cuchillo mientras dormía después, hasta caerse borracha de las escaleras, o pasarse con la bebida y terminar en un coma alcohólico. ¿Y a quién le extrañaría si un día salía a tender la ropa en la ventana y caía sin remedio hacia una muerte segura de siete pisos?

Nadie investigaría el hecho. La borracha del “7A” se cayó borracha y se fracturó el cráneo, dirían. Murió en su maldita ley, dirían. Y dejó un chico a merced del destino. Libre. Envidiablemente libre.

Decidió hacerlo.

Se le acercó por detrás un lunes a la mañana. Silencioso. Su madre tenía medio cuerpo por fuera de la ventana, luchando para colgar una sábana en el tendedero. Ladeaba un poco el rostro para que el cigarrillo en su boca no se le apagara en el viento persistente. Y tenía resaca. Él lo sabía, porque sobre la mesada había un sobrecito de “Uvasal” que ella tomaba luego de sus noches de vino barato y lujuria exprés. Se le acercó por detrás y observó su camisón repleto de manchas oscuras y le dijo:

-¿Mamá?

Y ella se dio vuelta, mostrándole un perfil avejentado y ceniciento, para nada parecido al que sin dudas habría mostrado en lo mejor de la noche, bajo el eficaz camuflaje de las luces ultravioleta. Lo miró y quizá supo lo que él pensaba hacer, porque su voz tembló un poco al decir:

-¿Sí, hijo?

-Te odio, mamá. Papá se murió por culpa tuya.

Y dicho esto la empujó con los hombros y con todo el peso de su cuerpo, como le habían enseñado a hacer en las prácticas de rugby.

Ella, siguiendo las inquebrantables leyes de la gravedad, cayó. Cayó con su camisón manchado, con el cigarrillo en los labios pintarrajeados de rimmel, cayó con sus desgracias y miserias no confesadas. Cayó sobre el techo de un auto estacionado en el bordillo y su cabeza hizo: “¡Plum!”. La sangre salpicó a la vecina del segundo “B”, que justo salía para hacer las compras y al ver su vestido nuevo manchado de escarlata comenzó a gritar a todo pulmón.

“Muerte accidental”, dijeron los policías, y nadie alzó la voz para expresar su desacuerdo. La enterraron en el cementerio municipal, en un cajón de madera reciclada. A él lo metieron en un orfanato. Pensó que al fin alcanzaba la felicidad. En el orfanato había que cumplir ciertas reglas, pero en ningún modo eran tan asfixiantes e injustas como las de su madre. Era libre. Casi tanto como lo había soñado.

Pero no duró mucho.

Fue durante uno de los días de visita. Lo llamaron por el altavoz y él se extrañó de escuchar su nombre, porque nunca recibía visitas. Caminó hasta el comedor y ahí fue que la encontró, sentada al lado de un tipo de apariencia andrajosa. Tenía la mirada un poco extraviada, pero aparte de eso era la misma de siempre.

Un sombrero estilo capelina adornaba su cabeza.

-Hola, hijo- le dijo su madre-. Te presento a Carlos, mi novio. ¿Me estuviste extrañando estos días?

El tipo, Carlos, le sonrió con una sonrisa desdentada. Aún desde los buenos cinco metros que los separaban, él pudo percibir el olor del nuevo “candidato”. Era un olor a podrido, a tumba recién abierta.

-¿Vas a quedarte ahí parado, o vas a venir a abrazar a tu madre?- dijo ella ante el mutismo de él. Y se sacó el sombrero y dejó al descubierto una cabeza partida a la mitad, con los sesos amarillentos escurriéndose a través de una grieta en la coronilla.

Él se dio vuelta y echó a correr. Pero antes manchó sus pantalones. Desde entonces fue conocido en el orfanato como “El Amarronado”. Pero él estaba lejos de preocuparse por estas cuestiones, porque ahora veía a su madre casi todos los días. Siempre acompañada por nuevos tipejos, hombres sin brazos, con cuchillos en la espalda, con el rostro chamuscado o sin ojos. Todos tan muertos como su madre. Todos tan oscuros y tristes como ella.

Su madre se había convertido en la Puta del Infierno.

Supo que no tardaría en volverse loco y que sólo quedaba una escapatoria. Lo hizo durante una noche, mientras los demás dormían. Dos vueltas de la soga en el cuello y a saltar. A esperar la oscuridad, a esperar el olvido. Pero lo aguardaba una última e inesperada sorpresa.

Porque no hubo oscuridad, no hubo tampoco olvido. Es decir, sí los hubo al principio, o al menos una especie de sombra sin nombre que se deslizaba por detrás de sus ojos y le desgarraba la razón. Pero luego surgió un punto de luz roja que se fue ampliando hasta cubrir casi por entero el horizonte. Abrió los ojos y entonces percibió el dolor de los condenados, el rictus eterno que comenzaba a dibujarse en la comisura de sus labios. El lugar era Infinito. En la cima de una montaña había una silla tapizada en pieles humanas, ocupada por un ser gigantesco, y bajo él una docena de mujeres ensangrentadas le lamían los pies con expresión de asco. Una de esas mujeres era su madre. Alzó la cabeza, lo vio, y entonces le dijo:

-Bienvenido, hijo, bienvenido a la Oscuridad Sin Igual. Seguirás las órdenes del Amo, y también las mías, porque después de todo yo sigo siendo tu madre- deslizó una lengua bífida por los dedos de los pies del ser gigantesco, y luego, como recordando algo amargo, agregó: -Y ya no podrás matarme para librarte de mí. Estoy muerta. Ambos estamos muertos. Bienvenido al Infierno, hijo. Que tengas una larga e ingrata estadía en él.

Pero él no escuchó estas últimas palabras, porque ya había comenzado a gritar y a arrancarse la piel de la cara.

© 2016, Mauro Croche

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