miércoles, 17 de agosto de 2016

Golpes en el techo - Historias de terror



Un  golpe en el techo me despierta con brusquedad. Localizo mi despertador y presiono el botón de la parte superior. Son las tres de la madrugada. Me levanto resignada. A ver cómo vuelvo a tener sueño ahora, mierda de vecinos.

Otro golpe, aunque esta vez más alejado, más débil. No pienso pasar otra mala noche, así que agarro las llaves y me dirijo al ascensor pensando: o me toman en serio o llamo a la policía. Salgo del elevador, se apaga la luz de las escaleras que lleva temporizador, y resuena el grito más desgarrador que he oído jamás. Es una mezcla de dolor y desesperación, una última y atormentada llamada al aire. Un gruñido nasal y gorgoteante, ahogado a la mitad.

Y la estupidez me lleva hacia la puerta de donde salió aquello. Está entreabierta. Respiro hondo lamentando mi maldita curiosidad, y la empujo. El suelo rebosa de cristales y las paredes chorrean agua. Alguien debió reventar el acuario contra la puerta, lo que explicaría el golpe y el caos, pero allí no hay peces.

Unos pasos más allá distingo marañas de pelo marrón y gris mezcladas con restos de carne y pegotes de sangre coagulada. Veo por ahí una parte aplastada de la cabeza de un perro pequeño, con la pelambrera apelmazada y un ojo de mirada vacía que me mira petrificado, rodeado de astillas, pedazos de madera de las sillas y la mesa del salón.

Al doblar hacia el pasillo central advierto la atroz escena que inunda todo el corredor y un sollozo entrecortado escapa de mi garganta. Busco con la mano izquierda la pared para apoyarme en ella y no desfallecer, pero queda demasiado lejos. Oigo un ruido al fondo y me tapo la boca. Me miro las manos, me toco la cara. Sangre. Está todo el suelo empapado y lo que queda de un rostro de niña regordeta me mira con una mueca de espanto y la mandíbula desencajada. Atisbo parte de un ojo desprendido, un gran arañazo recorriéndole la frente hasta la oreja derecha y varios dientes a su alrededor, flotando en sus propios jugos corporales. Permanece estirada, con las piernas dentro de la primera habitación que queda a la derecha, y la cabeza, lo que queda intacto de ella, en un ángulo antinatural, medio apoyada contra la pared, torcida con el cuello en forma de L. Y no sólo los dientes están fuera de lugar, tiene todo el abdomen desgarrado y… otro sollozo, o un gruñido, proviene de la habitación de más al fondo. Mis manos tiemblan y mis piernas dudan, pero consigo cruzar. Y al pasar casi me llevo entre los dedos varios mechones de pelo con trozos de cuero cabelludo adheridos a la pared. La habitación de donde provienen los ruidos queda a la derecha, justo al lado de la de la pequeña. La alcanzo y me asomo con cautela.

El cuarto está efectivamente iluminado con una luz amarillenta, parpadeante. Proviene de una lampara de noche medio caída. Y me quedo petrificada al ver una cama de matrimonio, profanada por un engendro infernal que, en cuclillas, se inclina sobre el cuerpo de una mujer que permanecía estirada a todo lo ancho, colgando por los extremos, salvo una pierna que, cercenada por la zona baja del muslo, con los huesos sobresaliendo, astillados, yace a los pies de la cama. La cabeza cae oscilante, sujeta por escasos jirones de carne y parte de la estructura ósea de la garganta y el cuello, pero separada del resto del cuerpo en varios centímetros, vacilante. El torso… No hay apenas órganos en su interior, desperdigados por la cama, las paredes y el suelo, y alguno más que permanece, al menos en parte, dentro de la boca de la criatura, y lo mastica sin cesar como el que masca un chicle duro, o como el que come un caramelo de los que se pegan a las encías, atiborrándose con la carne fresca, goteante, de su víctima. Incluso veo entre los dientes ennegrecidos restos de cabezas y raspas de pequeños peces.

El ser parece ser un hombre mutado o algún tipo de animal humanoide, con las facciones hinchadas, incluso sangrantes por múltiples fisuras, rasgaduras de la piel supurante. Le faltan matas de pelo de la cabeza, aquí y allá, y se adivina el interior por debajo de las calvas. Venas azuladas palpitan por toda la piel, blanquecina y de un brillo pringoso, como grasiento. No es exactamente sudor ni pus, pero parece más espeso que el primero pero más líquido que el segundo, y le confiere un resplandor espectral, enfermizo. Dá asco, repulsión. Hasta que me topo con sus ojos. Son una explosión de sangre, doloroso sólo de mirarlos. Teñido de rojo púrpura, el interior del ojo es un todo vivo, se dilata y se contrae como un reptil retorciéndose en un espacio limitado, furioso, encolerizado. Semeja una cuenca vacía con líquido animado, rojo y negro, variando la intensidad de sus matices por momentos. Algo ocultos tras una expresión de cólera incontenida, me miran con crueldad, con una fiereza y una pasión endiabladas. Manifiestan puro deseo, anhelo, hambre…

Ante el sonido de mis sollozos, el extraño ser de ojos exaltados flexiona la espalda hacia atrás en un movimiento imposible hasta casi doblarse por la mitad y me mira con tal brutalidad que me hace flaquear. Olfateando en mi dirección, se relame los fluidos y cuajarones que cuelgan de sus labios y su barbilla chorreante, con glotonería, entornando aún más los ojos y exhibiendo una sonrisa fría y burlona. El desgraciado se está deleitando, y no sólo eso, no me he fijado hasta este momento en que está desnudo, y ahora que lo veo estirado, de rodillas sobre las ruinas humanas que aún quedan sin roer bajo él, me doy cuenta de la tremenda erección, inflamación, o no sé cómo llamarlo, que padece. Está excitado, plenamente satisfecho. Y a la vez quiere más, necesita mi carne, ambiciona comerla, desmenuzarla e ingerirla lentamente.

Ese gesto, todo lo que transmite su mirada y su expresión corporal, son el culmen de lo insoportable. En unos segundos me vuelvo y recorro el pasillo, casi cayendo sobre la niña al patinar en su jugo. Atravieso la puerta, bajo las escaleras sin levantar la cabeza y, encogida, cruzo la entrada de mi vivienda hasta caer agotada de rodillas en mitad de la sala, vomitando todo lo que tengo en el estómago.

AUTORA: GOREVA

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