miércoles, 13 de agosto de 2014

El espejo se oscurece - Historias de terror



Jorge era un experimentado chofer de ambulancia. Sabía que su trabajo no era el mejor del mundo, tampoco era que pagaran demasiado, pero al menos cubría el turno de noche y a él siempre le había gustado ese aspecto ya que la jornada se hacía más tranquila por el bajo indice de accidentes.

Una vez, a eso de las doce, mientras cubría una emergencia, se le dio por mirar a través del espejo retrovisor; lo que vio le heló la sangre. Sobresaltado, echó un vistazo hacia atrás y su compañera, una joven médica recién graduada, le preguntó si se sentía bien.

-No es nada- respondió con voz firme Jorge.

Pero sabía que no era cierto: acababa de ver, en el espejo, el destrozado rostro de un muerto, que le hacía muecas de dolor o desesperación.

Desde entonces comenzó a ver ese tipo de cosas. Gente fallecida, ancianos de rostros cadavéricos, jóvenes con los cráneos rotos, incluso niños. Siempre los veía a través del retrovisor de la ambulancia, como si sus espíritus aún estuvieran allí atrás, anclados a la caja del vehículo. Jorge se consideraba un tipo valiente, pero aquella incesante procesión de visiones sobrenaturales terminó por afectarle naturalmente los nervios. Primero pidió el cambio de unidad, luego de turno: pero no importaba qué ambulancia manejara, tampoco la hora: los muertos se le manifestaban igual.

Consultó entonces, en secreto, a una amiga de su madre, que era parapsicóloga –o al menos decía serlo. La mujer, luego de escuchar su relato y examinarle la palma de las manos, asintió con la cabeza y le sonrió.

-Querido, por extraño que parezcan mis palabras, lo tuyo es una bendición. No estás viendo en ese espejo a la gente que murió, sino la que está por morir. Tu misión es prevenirlas y dejar que decidan el camino por recorrer. De lo demás, Dios se hará cargo; tú sólo eres un mensajero.

Las palabras de la bruja podían ser sabias, no así sus consejos. Jorge lo descubriría días después, al ver a través del espejo retrovisor la imagen de una chica pelirroja con un cuchillo en su garganta. No pudo sacarse aquel pensamiento hasta semanas más tarde, cuando mientras caminaba por el centro, la reconoció. Iba de la mano de un hombre mucho mayor, el cual parecía ser su padre. Jorge se acercó y le advirtió que tuviera cuidado. El hombre se volvió, lo observó, y luego miró a la pelirroja, con una expresión terrible en los ojos.

-¿Y este, quién es?

-No lo sé, es la primera vez que lo veo- se defendió de inmediato la chica.

-¿Anduviste sacándome los cuernos, hija de puta?

-No, te juro que…

La escena se puso tensa muy rápidamente. La gente que pasaba por la calle los miraba y señalaba. Jorge retrocedió unos pasos y posteriormente se escabulló entre la multitud. Al día siguiente, vio el rostro de la pelirroja en el periódico: su marido le había clavado un cuchillo por la noche, al parecer víctima de un ataque irracional de celos. La policía aún lo buscaba y no había pistas sobre su paradero.

Después de ese incidente pensó en renunciar al trabajo, pero era lo único que tenía; además, el mercado laboral estaba muy complicado. Siguió manejando la ambulancia y viendo, en el espejo retrovisor, a la gente que iba a morir. Al principio evitaba mirar el espejo, trataba de conducir la ambulancia sin utilizarlo, pero luego, cuando pasaron los meses y sus nervios empeoraron, comenzó a sentir otra cosa. Algo perturbador, pero a la vez profundamente satisfactorio. Por primera vez en su vida, comenzaba a sentirse alguien importante. Sabía lo que todos (y a la vez nadie) querían saber: quiénes serían los próximos. Comenzó a mirar el espejo retrovisor con mayor frecuencia, a la búsqueda de nuevos muertos. Un día, reconoció a un anciano que había visto anteriormente en el espejo, caminando con lentitud por la vereda. Aminoró la marcha de la ambulancia y le dijo:

-Morirás muy pronto.

El anciano se detuvo y lo miró con la boca abierta. La mujer que iba con él le lanzó una andanada de insultos y lo escupió.

Jorge siguió manejando. Se sentía muy bien. Puso una canción que le gustaba mucho en el estéreo, y comenzó a silbar la melodía.

Repitió aquel acto varias veces, hasta que alguien anotó la patente y lo denunció. Lo despidieron sin muchos preámbulos. Jorge se retiró a su casa y desde allí siguió pronosticando las muertes de las personas, ya que había descubierto que no era imprescindible mirar por el retrovisor de la ambulancia para tener ese conocimiento: bastaba con hacerlo en cualquier espejo.

La gente lo evitaba siempre que podía. Ni siquiera lo miraban y todos los vecinos, incluido su hermano, le habían retirado el saludo. Por las tardes, Jorge montaba en su bicicleta y sembraba el terror en la ciudad. Con su dedo señalaba hacia aquí y hacia allá y decía: “Serás tú, y tú, y tú también”. La gente se escondía en las tiendas y en los zaguanes cuando lo veía pasar, porque sabían que sus pronósticos nunca fallaban.

Hasta que un día, alguien hizo lo que nadie hasta ese momento se había atrevido a hacer: se asomó a una ventana con un rifle, y le voló la tapa de los sesos.

El cuerpo de Jorge cayó sobre un puesto de diarios y revistas, haciendo un desparramo infernal. Cuando aparecieron los paramédicos, le quitaron las ropas roñosas que llevaba desde que lo habían despedido en el hospital, y se sorprendieron al darse cuenta que debajo había un traje negro. Jorge se enteró inevitablemente que iba a morir, sus propios espejos se lo habían dicho, y se había vestido adecuadamente para la ocasión. Uno de los paramédicos revisó el bolsillo y frunció el ceño.

-¿Qué es esto?

Sacó un aparato cuadrado, que tenía un letrero luminoso indicando un conteo inverso.
Instantes después, la bomba casera estalló, y los vecinos que sentían alivio por la muerte de Jorge volaron en pedazos.

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