—Pues cabe pensar que es una lástima que su redactor no haya nacido loro, en cuyo caso hubiera sido el más ilustre de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de las publicaciones ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario. <
¿No fue saqueado el cadáver? ¿No llevaba la difunta joyas al salir de su casa? De ser así, ¿se encontró alguna al examinar el cuerpo? He aquí cuestiones importantes, totalmente descuidadas por la investigación y quedan otras igualmente importantes que no han merecido la menor atención. Tendremos que asegurarnos mediante indagaciones particulares. El caso de St. Eustache exige ser nuevamente examinado. No abrigo sospechas sobre él, pero es preciso proceder metódicamente. Nos aseguraremos sin lugar a ninguna duda sobre la validez de los testimonios escritos que presentó acerca de sus movimientos en el curso del domingo. Los certificados de este género suelen prestarse fácilmente a la mistificación. Si no encontramos nada de anormal en ellos, desecharemos a St. Eustache de nuestra investigación. Su suicidio, que corroboraría las sospechas en caso de que los certificados fueron falsos, constituye una circunstancia perfectamente explicable en caso contrario, y que no debe alejarnos de nuestra línea normal de análisis.
En lo que me proponga ahora, dejaremos de lado los puntos interiores de la tragedia, concentrando nuestra atención en su periferia. Uno de los errores en investigaciones de este género consiste en limitar la indagación a lo inmediato, con total negligencia de los acontecimientos colaterales o circunstanciales. Los tribunales incurren en la mala práctica de reducir los testimonios y los debates a los límites de lo que consideran pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo mostrará siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande de la verdad, surge de lo que se consideraba marginal y accesorio.
Basándose en el espíritu de este principio, sino en su letra, la ciencia moderna se ha decidido a calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me hago entender. La historia del conocimiento humano ha mostrado ininterrumpidamente que la mayoría de los descubrimientos más valiosos los debemos a acaecimientos colaterales, incidentales o accidentales; se ha hecho necesario, pues, con vistas al progreso, conceder el más amplio espacio a aquellas invenciones que nacen por casualidad y completamente al margen de las esperanzas ordinarias. Ya no es filosófico fundarse en lo que ha sido para alcanzar una visión de lo que será.
El accidente se admite como una porción de la subestructura. Hacemos de la posibilidad una cuestión de cálculo absoluto. Sometemos lo inesperado y lo imaginado a las fórmulas matemáticas de as escuelas.
Repito que es un hecho verificado que la mayor porción de toda verdad surge de lo colateral; y de acuerdo con el espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación de la huella tan transitada como estéril del hecho mismo, para estudiar las circunstancias contemporáneas que lo rodean. Mientras usted se asegura de la validez de esos certificados, yo examinaré los periódicos en forma más general de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el momento, sólo hemos reconocido el campo de investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica como la que me propongo no nos proporcionara algunos menudos datos que establezcan una dirección para nuestra tarea.
En cumplimiento de las indicaciones de Dupin, procedí a verificar escrupulosamente el asunto de los certificados. Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la consiguiente inocencia de St. Eustache. Mi amigo se ocupaba entretanto —con una minucia que en mi opinión carecía de objeto— del escrutinio de los archivos de los diferentes diarios. Al cabo de una semana, me presentó los siguientes extractos: <
—Por el momento —me dijo—, no me detendré en los dos primeros pasajes. Los he copiado, sobre todo, para mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que, hasta donde puedo saberlo por el prefecto, no se ha molestado en interrogar al oficial de marina mencionado en uno de ellos. Sin embargo, sería una locura afirmar que entre la primera y la segunda desaparición de Marie no cabe suponer ninguna conexión.
Admitamos que la primera fuga terminó en una querella entre los enamorados y el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos ahora encarar una segunda fuga o rapto (si realmente se trata de ello) como indicación de que el seductor ha reanudado sus avances y no como el resultado de la intervención de un segundo cortejante. Miramos la cosa como una reconciliación entre enamorados y no como el comienzo de una nueva aventura. Hay diez probabilidades contra una de que hombre que huyó una vez con Marie le haya propuesto una segunda escapatoria, y no que a la primera propuesta haya sucedido una segunda hecha por otro individuo. Le haré notar, además, que el lapso entre la primera fuga (sobre la cual no cabe duda) y la segunda —presumiblemente— abarca pocos meses más de duración general de los cruceros de nuestros barcos de guerra. ¿Fueron interrumpidos los bajos designios del seductor por la necesidad de embarcarse, y aprovechó la primera oportunidad a su retorno para renovar esos designios aún no completamente consumados... o, por lo menos, no completamente consumados por él? Nada sabemos de todo ello.
Dirá usted, sin embargo, que en el segundo caso no hubo realmente una fuga. De acuerdo; pero, ¿estamos en condiciones de asegurar que no existió un designio frustrado? Fuera de St. Eustache, y quizá de Beauvais, no encontramos ningún pretendiente conocido de Marie. Nada se ha dicho que aluda a alguno.
¿Quién es, pues, ese amante secreto del cual los parientes de Marie (por lo menos la mayoría) no saben nada, pero con quien la joven se reúne en la mañana del domingo, y que goza hasta tal punto de su confianza que no vacila en quedarse a su lado hasta que cae la noche en los solitarios bosques de la Barrière du Roule? ¿Quién es ese enamorado secreto, pregunto, del cual los parientes (o casi todos) no saben nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida madame Rogêt la mañana de la partida de Marie: <
No podía pensar en volver a casa para enfrentar esas sospechas; pero éstas dejaban de tener importancia si suponemos que Marie no tenía intenciones de volver.
Imaginemos así sus reflexiones: <
Usted ha hecho notar en sus apuntes que la opinión general más difundida sobre este triste asunto es que la muchacha fue víctima de una pandilla de malandrines.
Ahora bien. Y bajo ciertas condiciones, la opinión popular no debe ser despreciada. Cuando surge por sí misma, cuando se manifiesta de manera espontánea, cabe considerarla paralelamente a esa intuición que es privilegio de todo individuo de genio. En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a conformarme con sus decisiones. Pero lo importante es estar seguros de que no hay en ella la más leve huella de sugestión. La voz pública tiene que ser rigurosamente auténtica, y con frecuencia es muy difícil percibir y mantener esa distinción. En este caso, me parece que la <
Antes de seguir, consederemos la supuesta escena del asesinato en el soto de la Barrière du Roule. Aunque denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un camino público. Había en su interior tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento, con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior se encontraron unas enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda. También aparecieron una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. El pañuelo ostentaba el nombre de <
Pese a lo que dice Le Soleil, no existe verdadera prueba de que los objetos hayan estado allí mucho más de algunos días, en tanto abundan las pruebas circunstanciales de que no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la atención durante los veinte días transcurridos desde el domingo fatal a la tarde en que fueron hallados por los niños.
<
El pasto había crecido en torno y encima de alguno de ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecidapor la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla.>> Con respecto al pasto <
¿cómo puede ignorar sus características? ¿Habrá que explicarle que se trata de una de las muchas variedades de fungus, cuyo rasgo más común consiste en nacer y morir dentro de las veinticuatro horas? Vemos así, de una ojeada, que todo lo que con tanta soberbia se ha aducido para sostener que los objetos habían estado <<
Imaginaremos a un enamorado de la naturaleza, atado por sus deberes añ polvo y al calor de la metrópoli, que pretende, incluso en días de semana, saciar su sed de soledad en los lugares llenos de encanto natural que rodean la ciudad. A cada paso nuestro excursionista verá disiparse el creciente encanto ante la voz y la presencia de algún individuo peligroso o de una pandilla de pájaros de avería en plena fiesta.
Buscará la soledad en lo más denso de la vegetación, pero en vano. He ahí los rincones específicos donde abunda la canalla.; he ahí los templos más profanados.
Lleno de repugnancia, nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París, mucho menos odioso como sumidero que todos esos lugares donde la suciedad resulta tan incongruente. Pero si la vecindad de París se colmada durnate la semana, ¿qué diremos del domingo? En ese día, precisamente, el matón que se ve libre del peso del trabajo o no tiene oportunidad de cometer ningún delito, busca los aledaños de la ciudad, no porque le guste la campiña, ya que la desprecia, sino porque allí puede escapar a las restricciones y convenciones sociales. No busca el aire fresco y el verdor de los árboles, sino la completa licencia del campo. Allí en la posada al borde del camino o bajo el follaje de los bosques, se entrega sin otros testigos que sus camaradas a los desatados excesos de la falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron. Lo que afirmo puede ser verificado por cualquier observador desapasionado: habría que considerar como una especie de milagro que los artículos en cuestión hubieran permanecido ocultos durante más de una semana en cualquiera de los sotos de los alrededores inmediatos a París.
Pero hay además otros motivos para sospechar que esos efectos fueron dejados en el soto con miras a distraer la atención de la verdadera escena del atentado. En primer término, observe usted la fecha de su descubrimiento y relaciónela con la del quinto pasaje extraído por mí de los diarios.
Observará que el descubrimiento siguió casi inmediatamente a las urgentes comunicaciones enviadas al diario. Aunque diversas y provenientes, al parecer, de distintas fuentes, todas ellas tendían a lo mismo, vale decir, a encaminar la atención hacia una pandilla como perpetradora del atentado en las vecindades de la Barrière du Roule. Ahora bien, lo que debe observarse es que esos objetos no fueron encontrados por los muchachos como consecuencia de dichas comunicaciones o por la atención pública que las mismas habían provocado, sino que los efectos no fueron encontrados antes por la sencilla razón de que no se hallaban en el soto, y que fueron depositados allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las comunicaciones al diario por los culpables autores de las comunicaciones mismas.
Dicho soto es un lugar sumamente curioso. La vegetación es muy densa, y dentro de los límites cercados por ella aparecen tres extraordinarias piedras que forman un asiento con respaldo y escabel.
Este soto, tan lleno de arte, se halla en la vecindad inmediata, a poquísima distancia de la morada de madame Deluc, cuyos hijo acostumbraban a explorar minuciosamente los arbustos en busca de corteza de sasafrás. ¿Sería insensato apostar —y apostar mil contra uno— que jamás transcurrió un solo día sin que alguno de los niños penetrara en aquel sombrío recinto vegetal y se encaramara en el trono natural formado por las piedras? Quien vacilara en hacer esa apuesta no ha sido nunca niño o ha olvidado el carácter infantil.
Lo repito: es muy difícil comprender cómo esos efectos pudieron permanecer en el soto más de uno o dos días sin ser descubiertos.
Y ello proporciona un sólido terreno para sospechar —pese a la dogmática ignorancia de Le Soleil— que fueron arrojados en ese sitio en una fecha comparativamente tardía.
Pero aún hay otras y más sólidas razones para creer esto último. Permítame señalarle lo artificioso de la distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían unas enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda; tirados alrededor, una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo con el nombre <
Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había sido remendado... Daban la impresión de pedazos arrancados.>> Aquí, inadvertidamente, Le Soleil emplea una frase extraordinariamente sospechosa. Según la descripción, en efecto los jirones <
Sólo si el tejido tiene dos bordes, como, por ejemplo, en el caso de un pañuelo, y se desea arrrancar una tira, bastará con una sola fuerza. Pero en esa instancia se trata de un vestido que no tiene más que un borde.
Para que una espina pudiera arrancar una tira del interior, donde no hay ningún borde, hubiera hecho falta un milagro, aparte de que no bastaría con una sola espina. Aún si hubiera un borde, se requerirían dos espinas, de las cuales una actuaría en dos direcciones y la otra en una. Y conste que en este caso suponemos que el borde no está dobladillado.
Si loestuviera, no habría la menor posibilidad de arrancar una tira. Vemos, pues, los muchos y grandes obstáculos que se ofrecen a las espinas para <
La villanía pudo ocurrir en ese lugar, o con mayor probabilidad, un accidente pudo producirse en la posada de madame Deluc. Pero éste es un punto de menor importancia. No es nuestra intención descubrir el escenario del crimen, sino encontrar a sus perpetradores.
Lo que he señalado, no obstante lo minucioso de mis argumentos, tiene por objeto, en primer lugar, mostrarle lo absurdo de las dogmáticas y aventuradas afirmaciones de Le Soleil, y en segundo término, y de manera especial, conducirlo por una ruta natural a un nuevo examen de una duda: la de si este asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.
Resumiremos el asunto aludiendo brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones del médico forense en la indagación judicial.
Basta señalar que sus inferencias dadas a conocer con respecto al número de los bandidos participantes en el atentado fueron ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de fundamento por los mejores anatomistas de París. No se trata de que ello no haya podido ser como se infiere, sino de que no había fundamento para esa inferencia. ¿Y no los había, en cambio, para la otra?
Reflexionemos ahora sobre <
Está solo con el fantasma de la muerta. Se siente aterrado por lo que yace inanimado ante él. El arrebato de su pasión ha cesado y en su pecho se abre paso el miedo de lo que acaba de cometer. Le falta esa confianza que la presencia de otros inspira. Está solo con el cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es necesario ocultar el cuerpo.
Lo arrastra hacia el río dejando atrás todas las otras pruebas de su culpabilidad; sería difícil, si no imposible, llevar todo a la vez, y además no habrá dificultad en regresar más tarde en busca del resto. Mas en ese trabajoso recorrido hasta el agua su temor redobla. Los sonidos de la vida acechan en su camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un observador. Hasta las mismas luces de la ciudad lo espantan. Con todo, después de largas y frecuentes pausas, llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del río y hace desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un bote. Pero ahora, ¿qué tesoros tiene el mundo, qué amenazas de venganza para impulsar al solitario asesino a recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado camino hasta el soto, donde quedan los espeluznantes recuerdos de lo sucedido? No, no volverá, sean cuales fueren las consecuencias.
Aun si quisiera, no podría vlver. Su único pensamiento es el escapar inmediatamente. Da la espalda para siempre a esos terribles bosques y huye como de una maldición?
¿Pasaría lo mismo con una banda? Sú número les habría inspirado recíproca confianza, en el caso de que ésta falte algna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una pandilla sólo podemos suponerla formada por individuos de esa laya. Su número, pues, hubiera impedido el incontrolable y alocado temor que, según imagino, debió paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un descuido por parte de uno, dos o tres, sin duda el cuarto hubiera pensado en ello. No habrían dejado huella alguna a sus espaldas, ya que su número les permitía llevarse todo de una sola vez. No había ninguna necesidad devolver.
Considere ahora el hecho de que el vestido que llevaba el cadáver al ser encontrado, <
<
Ya he hecho notar que un verdadero pillastre no carece nunca de un pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso. Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los fines que supone Le Commerciel, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en el lugar del hecho; y que su finalidad no era la de <
Estos términos son bastante vagos, pero difieren completamente de los de Le Commerciel. La tira tenía dieciocho pulgadas de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina, constituía una banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente. Así fue como se la encontró. Mi deducción es la siguiente:
El asesino solitario, después de llevar alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el soto y otra parte) ayudándose con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso resultaba excesivo para sus fuerzas. Resolvió entonces arrastra su carga, y la investigación demuestra que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado.
A tal fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la cabeza impediría que se zafara. En este punto, el asesino debió pensar en la tira que circundaba la cintura de la víctima. Hubiera querido usarla, pero se le planteaba el inconveniente de que estaba arrollada al cadáver, sujeta por una atadura, sin contar que no había sido completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba arrancar una nueva tira de las enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y en esa forma arrastró a su víctima hasta la orilla del río.
El hecho de que este lazo, difícil y penosamente obtenido, y sólo a medias adecuado a su finalidad, fuera sin embargo empleado por el asesino, nace del hecho de que éste estaba ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir, después que hubo abandonado el soto (si se trataba del soto) y se encontraba a itad de camino entre éste y el río.
Dirá usted que el testimonio de madame Deluc (!) apunta especialmente a la presencia de una pandilla en la vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del asesinato. Estoy de acuerdo. Incluso me pregunto si no había una docena de pandillas como la descrita por madame Deluc en la vecindad de la Barrière du Roule y aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la pandilla que se ganó la marcada enemistad —y el testimonio tardío y bastante sospechoso— de madame Deluc, es la única a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha haberle regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac sin tomarse la molestia de pagar los gastos. Et hinc illae irae?
Pero ¿cuál es el preciso testimonio de madame Deluc? <
Ahora bien, esta <
Pero <
Sólo añadiré un argumento contra la noción de una banda, pero el mismo tiene, en mi opinión, un peso irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón que se concede por toda declaración probatoria, no cabe imaginar un solo instante que algún miembro de una pandilla de miserables criminales —o de cualquier pandilla— no haya traicionado hace rato a sus cómplices.
En una pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan ansioso de recompensa o de impunidad, como temeroso de ser traicionado.
Se apresura a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su turno. Y que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que realmente se trata de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son conocidos por Dios y por una o dos personas.
Resumamos los magros pero evidentes frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de un accidente fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el soto de la Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien íntima y secretamente vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena. Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el <
Permítame hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es un color moreno común el que atrajo la atención tanto de Valence como de madame Deluc.
Pero, ¿por qué está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven asesinada? Es natural suponer que los dos atentados se produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se halla su cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho desaparecer a ambos en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y lo que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen del asesinato. Esta razón es la que influye sobre él actualmente, en esta última fase de la investigación, ya que los testimonios han señalado que se le vio con Marie; pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al crimen. El primer impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y ayudar a identificar a los culpables. Era lo que correspondía. El hombre había sido visto por la joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat.
Aún para un atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro medio de librarse personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del domingo fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado que acababa de cometerse. Y, sin embargo, solo cabría suponer esas circunstancias para concebir que hubiese dejado de denunciar a los asesinos en caso de hallarse con vida.
¿Qué medios tenemos para llegar a la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos multiplicarse y ganar en claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera escapatoria. Documentándonos sobre la historia de <
Y sigamos entonces la huella del bote recogido por el lanchero en la mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue retirado, sin el timón, del depósito de lanchas, a escondidas del empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del cadáver.
Con la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo, sino que tenemos su timón.
El gobernalle de un bote de vela no hubiera sido abandonado fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que reprocharse. Y aquí haré un paréntesis para insinuar un detalle.
El hallazgo del bote a la deriva no fue anunciado en el momento. Conducido discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la misma discreción. Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo saber, en la mañana del martes y sin ayuda de ningún anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que supongamos que está vinculado de alguna maneracon la marina, y que esa vinculación personal y permanente le permitía enterarse de menores novedades, de sus mínimas noticias locales?
<
Podemos sostener ahora que Marie Rogêt fue echada al agua desde un bote, lo cual me parece lógico, ya que no cabía confiar el cadáver a las aguas poco profundas de la costa. Las peculiares marcas de la espalda y hombros de la víctima apuntan a las cuadernas del fondo de un bote. También corrobora esta idea el que el cadáver fuera encontrado sin un peso atado como lastre. De haber sido echado al agua en la costa, le hubieran agregado algún peso.
Cabe suponer que la falta del mismo se debió a un descuido del asesino, que olvidó llevarlo consigo al alejarse río adentro. En el momento de lanzar el cuerpo al agua debió de advertir su olvido, pero no tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo antes que regresar a aquella terrible playa.
Luego, libre de su fúnebre carga, el asesino se apresuró a regresar a la ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó a tierra.
En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí mismo? Debió de proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa. Además, de amarrarlo, hubiera sentido que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo. Su reacción natural debió de ser de alejar lo más posible todo lo que guardara alguna relación con el crimen.
No sólo quería huir de aquel muelle, sino que no permitiría que el bote quedara allí.
Seguramente lo lanzó a la deriva. Pero sigamos adelante con nuestras suposiciones. A la mañana siguiente, el miserable se siente presa del más inexpresable horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y llevado a un lugar que él frecuenta diariamente; un lugar donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo. A la noche siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se apodera del bote.
Ahora bien; ¿dónde está ese bote sin gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros primeros propósitos. De la luz que emane de ese descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro triunfo. Con una rapidez que nos sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la medianoche del domingo fatal. Una corroboración seguirá a otra y el asesino será identificado.>>
[Por razones que no especificaremos, pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos hemos tomado la libertad de omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos donde se detalla el seguimientode la apenas perceptible pista lograda por Dupin. Solo nos parece conveniente dejar constancia, en resumen, de que los resultados previstos fueron alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente, aunque sin muchas ganas, los términos de su convenio con el chevalier.
El artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras (Los Directores)23]:
Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este punto debe bastar. No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su Dios son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la primera, puede controlarla y modificarla a su voluntad, es asimismo incuestionable.
Digo <> porque se trata de una cuestión de voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de poder. No se trata de que la Deidad no pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al suponer una posible necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes fueron planeadas para abrazar todas las contingencias que podían presentar en el futuro. Con Dios, todo es ahora.
Repito, pues, que sólo hablo de estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que he relatado se verá que entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers (hasta donde dicho destino es conocido) y el de una tal Marie Rogêt (hasta un momento dado de su historia) existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que frente a él la razón se siente confundida. He dicho que esto se verá. Pero no se suponga por un solo instante que, al continuar con la triste narración referente a Marie desde la época mencionada, y seguir hasta su desenlace el misterio que rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de insinuar que el paralelo continúa, o sugerir que las medidas adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada en raciocinios similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.
Preciso es tener en cuenta —refiriéndonos a la última parte de la suposición— que la más nimia variación en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes errores al hacer tomar a ambas series de eventos distintas direcciones; lo mismo que, en aritmética, un error que en sí mismo es insignificante, por mera multiplicación en los distintos pasos de un proceso llega a producir un resultado enormemente alejado de la verdad.
Con respecto a la primera parte de las suposiciones, no debemos olvidar que el cálculo de probabilidades al cual me referí antes prohibe toda idea de la prolongación del paralelismo, y lo hace con una fuerza y decisión proporcionales a la medida en que dicho paralelo se ha mostrado hasta entonces exacto y acertado. Es ésta una de esas proposiciones anómalas que, reclamando en apariencia un pensar diferente del pensar matemático, sólo puede ser plenamente abarcada por una mente matemática.
Nada más difícil, por ejemplo, que convencer al lector corriente de que el hecho de que el seis haya sido echado don veces por un jugador de dados, basta para apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa. El intelecto rechaza casi siempre toda sugestión en este sentido.
No se acepta que dos tiros ya efectuados, y que pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un tiro que sólo existe en el futuro.
Las probabilidades de echar dos seises parecen exactamente las mismas que en cualquier otro momento, vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos los otros tiros que pueden producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan obvia que las tentativas de contradecirla son casi siempre recibidas con una sonrisa despectiva antes que con atención respetuosa.
No pretendo exponer aquí, dentro de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa actitud; para los que entienden de filosofía no necesita explicación. Baste decir que forma parte de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de la razón, por culpa de su tendencia a buscar la verdad en el detalle.
NOTAS
1.- En ocasión de la publicación original de Marie Rogêt las notas que ahora se agregan al pie fueron consideradas innecesarias; pero los varios años transcurridos desde la tragedia en la cual se funda este relato obligan a incorporarlas, así como a decir en pocas palabras el propósito general del presente escrito.
Una joven llamada Mary Cecilia Rogers fue asesinada en las cercanías de Nueva York y, aunque su muerte produjo intensa y duradera conmoción, el misterio que la rodeaba seguía sin resolverse cuando este relato fue escrito y publicado (noviembre de 1842).
Fingiendo narrar el destino de una grisette parisiense, el autor siguió con todo detalle los hechos esenciales (parafraseando los menos importantes) del verdadero asesinato de Mary Rogers. Así, todos los argumentos de la ficción se aplican a la verdad, pues su objeto era la investigación de esa verdad.
El misterio de Marie Rogêt fue escrito lejos de la escena del asesinato y sin otros medios de investigación que los datos de los periódicos. El autor careció, por tanto, de muchos elementos que habría obtenido de hallarse en el lugar y haber podido recorrer las vecindades.
De todos modos no está de más recordar que la confesión de dos personas (una de ellas la madame Deluc del relato), efectuadas en distintos momentos y muy posteriores a la publicación, confirmaron plenamente no sólo la conclusión general, sino todos los detalles hipotéticos principales por los cuales dicha conclusión había sido alcanzada.
2.- Nassau Street
3.- Anderson
4.- El Hudson
5.- Weehawken
6.- Payne
7.- Crommelin
8.- El Mercury, de Nueva York.
9.- Brother Jonhatan, de Nueva York, dirigido por H. Hastings Weld, Esq.
10.- Journal of Commerce, de Nueva york.
11.- Saturday Evening Post, de Filadelfia, dirigido por C. I. Peterson, Esq.
12.- Adam
13.- Véase Los crímenes de la calle Morgue.
14.- The Commercial Advertiser, de Nueva York, dirigido por el coronel Stone.
15.- <
17.- The Herald, Nueva York.
18.- Courier and Inquirer, de Nueva York.
19.- Mennais era uno de los sospechosos a quienes se arrestó en un primer momento, pero fue excarcelado por falta de pruebas.
20.- Courier and Inquirer, de Nueva York.
21.- Evening Post, de Nueva York.
22.- The Standard, de Nueva York.
23.- De la revista donde se publicó por primera vez este trabajo.
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